¿Qué pasa si los padres exigen demasiado?
A menudo se critica
la laxitud de los padres, pero educar no es tarea fácil, y si unos pecan por
defecto, otros lo hacen por exceso y piden a sus hijos que sean obedientes,
educados, inteligentes, ¡perfectos! ¿Conviene exigir tanto?
presión se
tran
Portada del suplemento ES del día 3 de diciembre del 2011
Exigir demasiado a los hijos
- Poco rentable
Pasarse el día diciendo a los hijos lo que han de hacer y plantearles unas altas exigencias puede parecer inicialmente rentable, porque cuando son pequeños, por agradar a sus padres, los niños se esfuerzan por cumplir sus órdenes. Pero a medida que crecen, esa presion se transforma en daños.
- Poca
espontaneidad
A la pasividad y la baja autoestima
suman el temor a que lo que hagan o digan no encaje en los objetivos o
intereses que los otros han marcado para ellos.
- Dependencia
Esperan que alguien les diga lo que han
de hacer y que alguien les controle desde fuera.
- Inseguridad
Piensan que nunca hacen suficiente, que
son inadecuados, que han de demostrar constantemente su valía.
- Pasividad
Siempre esperan instrucciones o que las
cosas las resuelvan otros.
- Agresividad
A veces intentan escapar a la angustia,
el rencor y la culpabilidad que sienten rebelándose, y descargan la agresividad
que acumulan sobre ellos mismos o sobre otros, como los hermanos pequeños o sus
compañeros de escuela.
- Ansiedad
La inseguridad hace que cualquier
cambio de situación, prueba o nueva relación los angustie.
- Frustración
Si los objetivos que les exigen son
inalcanzables, se frustran. Y si se vuelven perfeccionistas y esclavos del
detalle, también, porque ven que no pueden controlar todo en la vida.
- Baja
autoestima
La falta de reconocimiento a sus
logros, la ausencia de autonomía y de automotivación hace que terminen teniendo
una mala imagen de sí mismos.
- Poca
emotividad
Inhiben sus deseos y sentimientos
porque viven pendientes de las obligaciones, de “lo que hay que hacer”.
Si el niño saca un ocho en el examen le instan a
esforzarse para que la próxima vez sea un nueve. Y si logra el nueve, le
reclaman un diez. Recuerdan constantemente que hay que recoger el baño después
de cada ducha, que hay que doblar la ropa limpia y poner la sucia en el saco de
lavar, que hay que obedecer y acudir a la primera cuando le llaman… Hay que,
hay que…
Son pocos los padres que no desean grandes cosas
para sus hijos. Pero entre desearlas y fijarlas como objetivo hay un trecho. Y
ese es el que suelen recorrer los padres convencidos de que sus hijos rendirán
más si ellos son muy exigentes, si en lugar de felicitarles por lo ya
conseguido remarcan lo que aún tienen pendiente. Puede parecer que en una
sociedad en constante lamento sobre la falta de cultura del esfuerzo,
sobre la falta de límites y de tolerancia a la frustración con que crecen las
nuevas generaciones, este tipo de padres exigentes son una especie en
extinción. Sin embargo, psicólogos y pedagogos aseguran que no es así, que son
muchas las familias que presionan a los hijos, especialmente en el ámbito
académico, y que este exceso de exigencia está detrás de muchos de los
problemas que llegan a sus consultas.
“Hoy los padres quieren hijos bien formados,
competitivos, con buenas notas, y muchos exigen altos rendimientos sin tener en
cuenta si sus hijos pueden o no alcanzar ciertas metas o sin preocuparse de si
los chavales comparten los mismos intereses o cómo se sienten”, indica Isabel
Menéndez Benavente, psicóloga especializada en niños y adolescentes. Su colega
Gonzalo Hervás, profesor de Psicología en la Universidad Complutense, enfatiza
que, aunque algunos donde más aprieten sea en el ámbito académico, la mayoría
de padres exigentes suelen serlo en todo: en el orden, en las tareas de
casa, en los horarios, en el deporte, en las actividades de ocio… porque tienen
la exigencia y el deseo de perfección como valor de su filosofía familiar.
Quizá porque, como apunta Tiberio Feliz, profesor de la facultad de Educación
de la UNED, “la exigencia es una forma de ser”.
Y ¿qué ocurre cuando se pide demasiado? Todo
depende de las capacidades, de los intereses y del carácter del niño. Si puede
y quiere alcanzar las elevadas metas que le marcan, es posible que tenga
un rendimiento óptimo y acabe desarrollando una personalidad exigente y
perfeccionista, como la de sus progenitores. Si los objetivos le resultan inalcanzables
o no le gustan, se frustrará, se bloqueará o se rebelará. En todo caso, lo
normal es que acabe siendo una persona insegura, dependiente, con baja
autoestima, predispuesta a la ansiedad y con poca emotividad y espontaneidad.
¿Por qué?
De entrada, porque los padres exigentes con
frecuencia aplican un estilo educativo autoritario, se muestran
intransigentes y tratan de controlar todo lo que hacen sus hijos para que
respondan a sus objetivos. “Los padres democráticos pueden ser exigentes, pero
si están acostumbrados a llegar a acuerdos, la exigencia se verá compensada y
rebajada mediante la discusión y consenso con los hijos, de forma que es más
difícil que caigan en el exceso”, reflexiona Tiberio Feliz. Y explica que
cuando los padres se pasan de exigencia, cuando presionan para que el hijo
responda a su proyecto y están permanentemente encima de él diciéndole lo que
ha o no ha de hacer, se provoca dependencia. “De pequeños pueden resultar muy
obedientes y ordenados, pero son niños con poco criterio y poco autónomos, y
eso puede dar problemas cuando sean adolescentes y adultos; porque si no
interiorizan los valores les resultará difícil tomar decisiones y esperarán que
alguien les diga lo que han de hacer”, explica el profesor de la UNED. Hervás
coincide en que los hijos muy exigidos, sobre todo cuando la exigencia no va
acompañada de un fuerte colchón afectivo, acaban siendo muy inseguros. “Si los
padres exigen y no dan muestras de afecto de forma frecuente, los niños se
sienten frágiles y creen que si no cumplen los objetivos que les ponen serán
rechazados; eso les crea inseguridad y acaban siendo personas que tratan de
demostrar constantemente lo que valen, lo que las predispone a la ansiedad,
al miedo y a las fobias; a algunos, los perfeccionistas, la inseguridad les
hace esclavos del detalle y viven frustrados porque no siempre logran lo
perfecto, y a otros la inseguridad les bloquea y les convierte en personas muy
pasivas”, comenta.
Isabel Menéndez afirma que es frecuente encontrar
en la consulta chavales convencidos de que sus padres les quieren en función de
las notas. “La mayoría de padres llevan al hijo al psicólogo por fracaso
escolar, porque su rendimiento bajó de sobresaliente a notable, y luego ha
suspendido, y no entienden que está pasando; no entienden que el chaval se
siente culpable por no traer buenas notas, que piensa que ha decepcionado a sus
padres y que mientras estos siguen presionando con el rendimiento él no se
siente apoyado y está sufriendo una depresión cronificada o una situación
de desasosiego que le bloquea o que le lleva a adoptar conductas de riesgo, o a
hacer gamberradas”, relata. Y critica que con frecuencia, cuando les cuenta a
estos padres que su hijo tiene problemas de autoestima, de ansiedad o de
depresión, “lo único que me preguntan es si salvará el curso”. Menéndez explica
que muchos de los bajones en el rendimiento o los deseos de dejar los estudios
durante la adolescencia tienen que ver con las presiones que los padres han
ejercido en esos niños desde pequeños. “Cuando se exige y se exige se causa
estrés en los niños y, al llegar a la adolescencia y a los cursos más difíciles
de la ESO o del bachillerato, muchos de esos chavales se rompen; unos rompen
con un descenso de sus notas y trastornos de conducta, y otros queriendo dejar
de estudiar porque están hartos, cansados y se rebelan”, indica.
Àngel Casajús, pedagogo y profesor de Didáctica de
las Ciencias Experimentales y la Matemática en la Universitat de Barcelona,
coincide en que no por mucho apretar a los chavales van a rendir más en la
escuela. “Si la exigencia es acorde con las capacidades e intereses del niño y
desde casa hay una conciencia razonable y equilibrada, y se le anima en la
tarea, el rendimiento llegará a ser óptimo, pero será contraproducente si estas
variables no se dan”, comenta. Y explica que si no se tienen en cuenta las posibilidades
del niño, este pasará por tres etapas: primero, por agradar a sus padres,
intentará alcanzar las metas que le exigen; posteriormente, si no posee las
capacidades para ello, se dará cuenta de que no puede alcanzarlas por más que
lo intente; y, por último, ante esa incapacidad, acabará elaborando una idea
negativa de sus propias habilidades, pensará que no sirve para nada, que todo
le saldrá mal, y dañará su autoestima.
Los expertos aseguran que este daño es
especialmente claro en el caso de los padres que siempre destacan lo negativo
por encima de lo positivo, que piensan que si reconocen al chaval las cosas
buenas se relajará y, para que rinda más, siguen exigiendo y exigiendo. “El
hijo acaba con la sensación de que, haga lo que haga, nunca lo hace bien y
nunca es bastante, siempre falla y sus padres nunca se sienten orgullosos de
él”, explican. Y el niño que se considera inútil y que no sirve para nada
acabará siendo un joven sin iniciativa, apático y desganado.
Por otra parte, Tiberio Feliz advierte que, cuando
los niños crecen obsesionados con lo que han de hacer y nunca se tiene en
cuenta lo que les apetece hacer, inhiben el afecto y los sentimientos, y al
crecer serán personas con poca emotividad, que no saben automotivarse
porque no han desarrollado intereses propios.
Entonces, ¿cuánto hay que exigir? ¿Cuándo es
demasiado? “Si necesitas estar siempre encima de los niños para que hagan las
cosas, quizá deberías pensar si te estás pasando de exigente”, responde Tiberio
Feliz. Y aclara que el nivel de exigencia ha de ser tal que permita que el niño
se comporte de forma autónoma, porque si no aprende a ser autónomo, quizá sea
obediente, pero no le servirá en la vida porque los padres no podrán estar
siempre detrás de su hijo para que haga o diga lo que deba. Isabel Menéndez
enfatiza que cada hijo es distinto, y que para saber qué y cuánto exigir hay
que conocerlos.
Àngel Casajús, por su parte, asegura que se puede
ser exigente sin causar daños. Es lo que hacen los padres que él llama autoritativos,
que se diferencian de los autoritarios “en que son exigentes pero contemplan
las necesidades e inquietudes de los niños y adolescentes y, aunque son firmes
en sus reglas y castigan si es necesario, promueven una comunicación abierta
donde se calibran las capacidades, intereses, motivaciones y aptitudes, de
forma que exigen en la medida en que el niño puede rendir”.
Según los expertos, el exceso de exigencia suele
ser un problema de actitud. “El nivel de exigencia puede ser alto, pero si va
acompañado de una buena comunicación, de muestras de cariño y de un buen
colchón afectivo, cuando el niño no consiga el objetivo no pensará que está
condicionando el afecto de sus padres, pensará que puede llevarse una bronca
pero que no por eso van a dejar de quererle”, resume Gonzalo Hervás. Porque no
caer en un exceso de exigencia tampoco significa ser negligente y dejar que los
hijos crezcan a su aire. Si los padres no marcan límites y se muestran
indiferentes a los problemas de sus hijos estos también crecen con inseguridad,
tienen problemas para integrarse en equipos de trabajo porque no están
acostumbrados a seguir normas y reglas, no saben esperar para conseguir logros
y se rinden rápidamente ante las dificultades. “Los padres son responsables de
organizar la vida cotidiana y el proyecto de educación de sus hijos y han de
tener claro el objetivo y la forma de funcionar –organizar horarios, usos de la
cocina, del baño, lo que se puede o no hacer, etcétera–, pero a la hora de
construir ese ecosistema familiar han de basarse en la comunicación y en el
conocimiento de sus hijos, permitir que estos participen progresivamente y
saber motivarlos para que cumplan los acuerdos”, indica Tiberio Feliz.
Hervás precisa que una cosa son los límites, que
tienen que ver con cumplir una serie de mínimos y se ponen de pequeños
(fundamentalmente hasta los cinco o seis años), y otra la exigencia, que
aparece más tarde, cuando son más mayores, “y no tiene tanto que ver con
cumplir o no las normas sino con la graduación, con los objetivos que se
platean al niño y lo que se espera de él”. Y es a la hora de ajustar esas metas
cuando hay que conocer bien y tener en cuenta al niño, “porque uno puede pensar
que le exige buenas notas porque tiene una buena capacidad intelectual
sin valorar que quizá no ha desarrollado la madurez, no tiene método de trabajo
o le falta autocontrol, y que eso no le permite rendir”, ejemplifica.
Una forma de ser
El exceso de exigencia responde, en general, a una
forma de ser, a una personalidad insegura que necesita controlar todos los
pormenores. De ahí que la mayoría de padres exigentes sean también personas muy
autocríticas y perfeccionistas con ellos mismos, que cuando ven que los hijos
no están cumpliendo sus ideales de perfección se sienten molestos y cuando
abandonan una actividad en la que destacan piensan que están desperdiciando su
talento. “La persona exigente es estricta y demandante, quiere que las cosas
sean de una forma determinada, lo pide, y va a intentar que se haga así, sea
él, la pareja o los hijos quienes lo hagan; y en el caso de los hijos, como
están en inferioridad de condiciones, es fácil que caiga en el autoritarismo
para conseguirlo”, reflexiona Tiberio Feliz. Añade que el estilo de vida
actual, apresurado, también influye en la tendencia a aprovechar la
superioridad paterna para usar la vía corta y rápida del autoritarismo, porque
escuchar, negociar y llegar a acuerdos exige más tiempo que mandar “porque soy
tu padre” o “porque yo sé qué es mejor para ti”.
Pero que apretar en demasía las tuercas a los hijos
responda a una manera de ser, a una personalidad perfeccionista, no quiere
decir que no pueda paliarse. “Lo primero es darse cuenta de que se ha de
cambiar, porque la persona exigente normalmente cree que lo correcto es exigir
mucho y, si lo cree correcto, no lo querrá cambiar”, apunta el profesor de
Educación de la UNED. Si uno está decidido a corregirse, su consejo es buscar
momentos para reflexionar, para revisar qué hace y que siente, para darse
cuenta que está poniendo las metas, lo que ha de hacer, por encima de lo que
siente o desea. Dice que llevar un diario puede ayudar mucho a pensar: “Si
apuntas qué has hecho, qué has descubierto, qué te ha quedado pendiente, qué
cosas buenas te han pasado…, luego, al revisarlo, te das cuenta de qué valoras
en la vida, rescatas lo bueno, mejoras la autoestima, y ves que igual no hace
falta ser tan exigente porque hay cosas que no dependen de nosotros”. Otra
buena herramienta, asegura Feliz, es pensar qué tres cosas buenas te han pasado
en el día antes de meterte en la cama, y hacer ejercicio físico. “Una buena
opción es pasear a diario, en pareja o en familia, porque eso nos relaja y nos
permite romper con la cadena que nos ocasiona tensiones, y las tensiones nos
hacen ser más estrictos y pensar de forma monolítica”, indica.
Buscar tiempos comunes con los hijos para jugar,
charlar, discutir qué se hará el fin de semana, hablar de gustos y de
emociones, y disfrutar de momentos de ocio en común son otros de sus consejos
para mejorar la relación familiar. “Se trata de repensar el ecosistema familiar
para que todas las partes se integren y no requieran un cerebro pensante que
organice por todos”, resume.
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