(Conferencia pronunciada en la Escuela de Magisterio de Son Serra. Palma de Mallorca)
El tema de hoy es una de las cosas más interesantes que podéis oír en la vida. De las cosas más prácticas. Es una de las cosas que más os vais a alegrar de haber oído. Porque os voy a enseñar lo que hay que hacer en la hora de la muerte, cuando no tenemos al lado un sacerdote que nos perdone; y cómo tenemos que pedir a Dios perdón para poder salvarnos. Porque lo más seguro es que en la hora de la muerte no tengamos al lado un sacerdote.
Nuestros abuelos solían morirse en la cama con el párroco al lado. Les daban la Extremaunción. Bien asistidos espiritualmente. Pero hoy la gente, ¿cómo se muere? En la carretera, en una cuneta. La gente muere en un quirófano: en una clínica donde no hay capellán, o si hay capellán es muy raro que se confiesen todos los que entran en el quirófano. Lo más seguro es que a la hora de la muerte no tengamos al lado un sacerdote.
¿Y qué hay que hacer en esos momentos para que Dios nos perdone y podamos salvarnos? Pues ya estáis pensado: un acto de contrición. Muy bien. Lo malo es que muchas veces no hay tiempo de rezarlo porque es un accidente rápido, instantáneo. No hay tiempo de rezar el «Señor mío Jesucristo» entero. Por eso os voy a enseñar un acto de contrición de tres palabras; rápido de decir y fácil de recordar. Por eso creo que esto es de las cosas más interesantes que podéis oír en la vida.
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Voy a empezar hablando de la misericordia de Dios.
Dios es infinitamente misericordioso. La Biblia tiene palabras preciosas sobre lo que es la misericordia de Dios. Os habéis fijado cuando sopla viento norte, ¡qué azul está el cielo! ¡qué brillante! ¡qué resplandeciente! Dice la Biblia: «Como el viento norte borra las nubes del cielo, así mi misericordia borra los pecados de tu alma». La misericordia de Dios deja tu alma limpia, resplandeciente, preciosa, «Como el viento norte borra la nubes del cielo, así mi misericordia borra los pecados de tu alma». Precioso.
Dice la Biblia: «Yo cogeré tus pecados y los lanzaré al fondo del mar» para que nunca más vuelvan a salir a flote. Nunca más. Lo que Dios perdona, lo perdona del todo, para siempre; nunca más se vuelve a acordar de lo que te ha perdonado. Porque así es la misericordia de Dios. Lo perdona todo y del todo. Todos los pecados que podamos cometer, de la mayor gravedad que puedan ser, los perdona y para siempre, y nunca más se vuelve a acordar de lo que perdonó. Nunca más te lo vuelve a echar en cara. Ésta es la infinita misericordia de Dios.
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Pero esta misericordia de Dios maravillosa hay que armonizarla con la justicia. Y Dios que es infinitamente misericordioso y que perdona todo y del todo, Dios no te perdona un solo pecado como no le pidas perdón. Es condición indispensable para que Dios te perdone que pidas perdón. Y como no pidas perdón, Dios no te puede perdonar. Aunque sea infinitamente misericordioso. Necesita que tú le pidas perdón. Como no pongas esta condición Dios no puede perdonarte. Sería una monstruosidad que Dios no puede hacer: perdonar a quien no quiere pedir perdón. Dios no puede hacer eso.
Dios es justo y es infinitamente misericordioso. Como es infinitamente misericordioso, quiere perdonarte. Como es infinitamente justo, no puede perdonarte como no le pidas perdón.
Mirad, suponeos que cualquiera de vosotras, ya casadas, tiene un niño. Y un día el niño te levanta la mano. Cuando llega tu marido y se entera que el niño te ha levantado la mano monta en cólera. Entonces tu marido llama al niño:
-¡Pepito!
Y viene Pepito. Cuando Pepito ve la cara de su padre, y ve lo que se le viene encima, se echa a llorar, pide perdón, promete que no lo va a hacer más y que va a ser bueno. Entonces este padre de familia, tu marido, que no disfruta castigando al niño, porque ningún padre disfruta castigando a su hijo, sino que lo que quiere es que el hijo se corrija y que sea bueno, cuando el padre ve que el niño se arrepiente, promete enmienda, pide perdón, y va a ser bueno, lo perdona. Correcto.
-Anda niño, vete. Te perdono. Pero que no me entere yo que le vuelves a levantar la mano a tu madre. Porque como esto se repita, vas a ver lo que te ganas.
Pero suponeos que cuando este hombre llama a su hijo para reprenderle porque le ha levantado la mano a su madre, este niño en lugar de pedir perdón y arrepentirse, se pone gallo, se encabrita:
-Me sale de las narices. Y te vas a la «m».
Ahora, este padre de familia, ante el niño que le ha levantado la mano a su madre, y en lugar de arrepentirse y pedir perdón se pone gallo, se encabrita y manda a su padre a la m...., y ahora el padre:
-Bueno, hijo, te perdonaré; porque te pones de una manera..., te perdonaré.
¡Cómo va a ser esto! Del tortazo que le pega lo tumba. Y el tortazo le duele al padre más que al niño. Ningún padre disfruta castigando al niño. ¡Pero cómo el padre va a perdonar a un niño que ha cometido una falta grave, y en lugar de pedir perdón se pone gallo, se encabrita y le manda a la «m»! ¿Lo va a perdonar?
Pues ese es Dios. Dios está deseando perdonar; pero está esperando que pidamos perdón. Porque como no pidamos perdón, Dios no puede perdonar. Mirad, yo me he hecho sacerdote para perdonar pecados. Mi gran ilusión es perdonar pecados. Es lo más grande que puedo hacer. El mayor servicio que yo puedo hacer a mi prójimo es perdonarle pecados. Estoy deseando perdonar pecados. Pero si viene un hombre a confesarse, a decirme que ha calumniado, yo le digo que hay que reparar el daño injusto cometido.
-Ah, no. Eso no. Eso no lo hago yo. Yo no puedo ver a esa persona.
Pues yo no puedo perdonar. Estoy deseando perdonar, que para eso me he hecho sacerdote: para perdonar pecados. Es el mayor servicio que puedo hacer a mi prójimo. Pero si le pido que repare, y él puede, y no quiere, yo no puedo perdonar. Y estoy deseando perdonar. pero no puedo. Me falta la condición de que este hombre repare el daño ocasionado, cuando pueda hacerlo. Si es que no puede hacerlo, eso ya es distinto. Pero si él puede reparar, y no le da la gana , yo no le puedo perdonar. Y estoy deseando perdonar. Falta una condición indispensable.
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Dios es infinitamente misericordioso, pero al mismo tiempo es infinitamente justo. Precisamente por eso el infierno es eterno. A veces se nos ocurren montones de dificultades contra el infierno. Dificultades contra la Santísima Trinidad, jamás. Que un hombre diga:
-¿Por qué en Dios hay tres Personas? A mí me parece que tiene que haber cinco.
Eso no lo oyes nunca. Pero dificultades contra el infierno,... ¡montones! Porque el infierno hace pupa. Muchos están interesados en que no haya infierno, y quieren autoconvencerse de que no hay infierno. Pues todas mis dificultades contra el infierno están de más, frente a la afirmación de Cristo-Dios.
Hay infierno. Primero porque es dogma de fe, porque lo ha dicho Cristo-Dios. ¡Punto! Pero además es razonable. Tiene que haber un infierno eterno. Porque como uno no pida perdón antes de morir, no pedirá perdón después de morir. Al otro lado de la muerte ni los del cielo pueden pecar -por eso el cielo es eterno-, ni los del infierno pueden arrepentirse -por eso el infierno es eterno-.
El que no pide perdón antes de morir, no puede pedir perdón después de morir. Como Dios no puede perdonar mientras no pidamos perdón, el que no pide perdón antes de morir, eternamente sin pedir perdón, y Dios eternamente sin perdonar. No porque a Dios le falte misericordia, sino porque al pecador le falta la condición indispensable de pedir perdón. Si yo pido perdón, Dios me perdona de mil amores; pero como yo no pida perdón, Dios no puede perdonar. Sería una monstruosidad, que Dios no puede hacer. lnfierno eterno para el que no pida perdón antes de morir. Él eternamente sin pedir perdón, y Dios eternamente sin perdonar.
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Y que no diga la gente que Dios condena. Dios no condena a nadie. Nos condenamos nosotros. Somos nosotros los que elegimos el infierno. ¡Qué más quisiera Dios que nos salváramos! Para que nos salvemos ha dado su vida en la cruz. ¡Qué más quisiera Dios que todos nos salvemos! Somos nosotros los que rechazamos a Cristo y elegimos el infierno. Nadie se va al infierno si no quiere. Nadie. Todo el que se condena es porque él elige el infierno.
Nadie peca si no quiere. Nadie peca sin querer. Todo el que peca es porque quiere pecar. Por lo tanto, el que se condena es porque él quiere condenarse. Ha pecado porque ha querido, y no ha pedido perdón porque no ha querido. Él ha elegido el infierno. Por eso que no me digan que Dios condena. Dios no condena a nadie. Nos condenamos nosotros solitos. Es como el mal estudiante.
-Es que a mí el profesor me suspende.
Oye, el profesor no te ha suspendido, te suspendes tú. Como tú no sabes, el profesor declara que no sabes. Si tú supieras, el profesor declararía que sabes. Te suspendes tú. Si tú estudias y sabes, el día del examen el profesor declara que sabes; y si no sabes, declara que no sabes. Tú eres quien te apruebas o te suspendes. No el profesor, si es justo. Lo mismo Dios. Si haces buenas obras, vas al cielo. Si cometes pecados, y no pides perdón, al infierno. Pero soy yo el que elijo el cielo o quien elijo el infierno. En el cielo se entra a empujones.
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Entonces, como yo tengo que pedir perdón, Dios me da el modo de que yo alcance el perdón. Y, ¿cuál es el modo ése? La confesión. Dios hace la confesión para perdonar. Dios instituye el sacramento del perdón, de la confesión. Es uno de los mayores beneficios que Dios ha hecho a la Humanidad. Decidme quién podría salvarse si no hubiera confesión. Sólo podría salvarse el que a lo largo de toda su vida jamás faltó a su conciencia. Y, ¿dónde está ése? A lo largo de la vida, unos antes y otros después, unos en una cosa y otros en otra, ¡qué fácil es que a lo largo de una vida todos hayamos faltado a nuestra conciencia! Y Dios, que es infinitamente misericordioso, nos da el modo de que podamos alcanzar el perdón.
Dios podría haber dicho:
-Ahí tienes una vida. Ahí tienes una libertad. Usa bien de tu libertad. Si usas bien, gloria eterna. Si usas mal, infierno eterno.
Podría haber dicho esto, y estaba en su derecho. Y no nos hacía ningún agravio. «Usa bien de tu libertad y te doy la gloria, pero si usas mal, te doy el infierno».
Pero no. Él dice:
-Ahí tienes una vida. Ahí tienes una libertad. Usa bien de la libertad y te doy la gloria eterna. Y si usas mal, pídeme perdón, que te perdono y también te doy la gloria eterna.
¿Puede ser Dios más bueno? ¿Puede poner la cosa más fácil? Nos da el modo de alcanzar el perdón de los pecados, si hemos usado mal de la libertad. Y ese modo es la confesión. Instituye la confesión. ¡El gran beneficio de la confesión!
Llama a los Apóstoles y les dice:
-A quienes vosotros perdonéis, yo les perdono; a quienes vosotros no perdonéis, yo tampoco.
Dios delega en los Apóstoles el perdón. ¿Que lo podía haber hecho de otra forma? Por supuesto. Pero lo ha hecho así. Dios perdona por medio del sacerdote. Dios lo ha hecho así.
Y ahora dice otro:
-¿Por qué tengo que decir mis pecados a un sacerdote? Yo pido perdón a mi aire. Yo me confieso directamente con Dios.
No vale. Porque el modo de perdonar de Dios no lo eliges tú, lo elige Él. Y si Él ha dispuesto darte el perdón por la confesión, tienes que confesarte para que Dios te perdone. Y si yo pido a Dios perdón a mi aire, no vale. El modo no lo elijo yo, lo elige Él. Las condiciones las pone Él. Dios ha querido que nos confesemos por medio del sacerdote. Y además, si Dios lo ha hecho así es porque está bien hecho. ¿O es que nosotros vamos a enmendarle la plana a Dios? ¿Vamos a saber mejor que Dios cómo tiene que ser el perdón? Cuando Dios ha hecho la confesión con un hombre, es porque debe ser con un hombre.
Voy a poner un ejemplo: Dios podía haber hecho la confesión con un muro, con un muro de piedra, como hacen los judíos. Los judíos van al Muro de las Lamentaciones y allí sueltan el trapo, delante del muro. Dios podía haber hecho la confesión con un muro. ¿Por qué la hace con un hombre? Porque el muro es de piedra. El muro no oye. El muro no entiende. El muro no contesta. El muro no consuela. El muro no tranquiliza. El muro no anima. El muro no alienta. El muro no orienta.
Y el pecador montones de veces necesita que le consuelen, que le tranquilicen, que le animen, que le orienten. Y Dios, que sabe que el pecador necesita que lo tranquilicen, y lo consuelen, y lo animen, y lo orienten, hace la confesión, no con un muro de piedra, que ni oye, ni entiende, ni contesta, ni consuela, ni tranquiliza, ni anima, ni nada; sino con un hombre. ¡Cuántas veces los confesores tenemos que consolar, y tranquilizar, y animar, y orientar! Y Dios que lo sabe, hace la confesión, no con un muro de piedra, sino con un hombre que oye, y entiende, y contesta, y consuela, y tranquiliza. ¡Qué bien hace las cosas Dios! No queramos enmendar la plana a Dios. Dios sabe hacer muy bien las cosas.
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Tiene gracia que ahora viene Freud y me inventa la confesión clínica. ¿Qué es el psicoanálisis? Una confesión. ¿Qué se hace con el psicoanalista? Pues contarle todo, todo, hasta los sueños. En la confesión no hay que contar los sueños. Y con una diferencia. Yo no sé si el psicoanalista curará o no curará. Desde luego cobra. Y además no perdona. Y el sacerdote, después de oír las confidencias de la persona, primero gratis (jamás nadie ha pagado por ir a confesarse) y además perdona. Por eso da una tranquilidad que no puede dar el psicoanalista. Algunos quieren sustituir la confesión por el psicoanálisis, pero nunca puede ser lo mismo. El psicoanálisis tendrá su campo. Pero no queramos sustituir una cosa por otra. La confesión es insustituible. Por eso Dios ha hecho la confesión.
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Y este gran beneficio de la confesión, que nos perdona todo y del todo, no puede ser más fácil. ¿Qué se me pide para confesarme? ¿Qué se me pide para perdonarme los pecados en la confesión? No se me pide un doctorado, no se trata de que saque una licenciatura, ni siquiera que sepa leer o escribir. ¿Qué se me pide? SINCERIDAD. ¿Se puede pedir menos? Sinceridad.
Que yo diga la verdad. Lo que tengo dentro. Y si yo digo la verdad se me perdonan los pecados. ¡No se me pide más! ¿Se puede pedir menos? Lo único que Dios quiere para perdonarme es que yo reconozca sinceramente mis pecados. ¿Ha podido hacer Dios la confesión más fácil de lo que es?
Mirad, yo me he inventado una parábola. Lo mismo que hacía Jesucristo. Cuando Jesucristo iba por el campo y hablaba a los labradores se inventa la parábola de la semilla del sembrador. La semilla que cae en buena tierra, la que cae entre piedras, la que cae entre zarzas. Cuando Cristo habla a los pescadores se inventa la parábola de la red que saca del mar peces grandes y pequeños, buenos y malos, etc.
Yo me he inventado una parábola de gran actualidad. Nos ha tocado vivir este tiempo del crédito, de las ventas a plazos. Yo no sé quién ha inventado eso de «compre hoy y pague mañana».¡Fenómeno! Pero, ¿qué pasa? Que todo el mundo tiene un televisor que no ha pagado, una moto o un coche que no ha pagado, un frigorífico que no ha pagado, un piso que no ha pagado, cosas que no ha pagado. Y a fin de mes vienen las letras. Y aunque cada una es un papelito muy fino, pero el montón de letras le aplastan a uno.
Suponeos que un día en un Banco sale un anuncio que dice: «El Banco Tal, en atención a sus clientes y amigos pagará las deudas de todo el que lo solicite» ¡La que se arma en la ciudad! ¡Todo el mundo a la cola!
-¿Usted cuánto debe?
-30.000 pesetas.
-Tranquilo, el Banco paga.
Otro.
-¿Usted cuánto debe?
-300.000 pesetas.
-Tranquilo, el Banco paga.
Cuando se entera la gente que basta con decirle las trampas al de la ventanilla y el Banco paga, todos a la cola. El Banco paga y yo quedo limpio. ¡Fenómeno! Y llega el listillo:
-¿Y yo por qué tengo que decir mis trampas al de la ventanilla? ¿Al de la ventanilla qué le importan mis trampas.? Mis trampas son cosa mía. Yo no se las digo al de la ventanilla.
Es imbécil. ¿Por no decir sus trampas al de la ventanilla se queda con sus trampas? Es idiota. ¡Que !e diga sus trampas al de la ventanilla, que paga el Banco y se queda limpio! Pues esto es la confesión. Así de fácil. Sin embargo algunos tienen alergia a la confesión. ¿Qué te piden? Que digas tus pecados y quedas limpio. No se te pide más. Que digas de verdad tus pecados. Y no te piden más. Y viene el listillo:
-¿Yo por qué tengo que decirle mis pecados al cura? Mis pecados son cosa mía. Y al cura, ¿qué le importa? Mis pecados no se los digo al cura.
¡Idiota! Por no decirle al sacerdote tus pecados, ¿te quedas con los pecados? Dime tú si puede ser más fácil la confesión. Lo único que te piden es que digas tus pecados. Dime tú si puede ser más fácil. Pues nada, el listillo de turno:
-Pues yo no me confieso, porque mis pecados son cosa mía.
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Y qué hay que decirle al confesor: los pecados mortales. Los veniales no hace falta. Los veniales conviene decirlos. Es como cuando vas al dentista y tienes una muela destrozada. Se lo dices para que te la quite. Pero además si tienes un puntito negro, también se lo dices para que te lo arregle. Le dices lo grave y lo leve. No vaya a ser que empeore. Lo mismo en la confesión: lo grave, indispensable: lo leve, conviene. No es indispensable, pero conviene.
Y ¿qué es pecado mortal ? Que la cosa sea grave. Que al hacerla, yo sepa que es grave. Que yo quiera hacer aquello que sé que es grave. Si falta alguna de las tres condiciones no es grave.
Materia grave: yo al hacerlo sé que es grave y yo quiero hacer aquello que sé que es grave. Es pecado mortal, y tengo que decirlo en la confesión con número aproximado y circunstancias agravantes.
Número aproximado: porque si son tres ya sé que son tres; pero si son ochenta y cuatro, es difícil saber que son ochenta y cuatro. Dices ochenta o cien.
Y circunstancias agravantes: no es lo mismo robarle a un ciego que vende cupones en la esquina que robar en unos grandes almacenes. Las dos cosas son pecado. En los dos casos hay que restituir. Pero es más grave robarle a un pobre ciego que vive de eso, que en unos grandes almacenes.
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Todo esto hay que decirlo en la confesión, y con verdad. Que si se me olvida algo, pues nada: pecado olvidado, pecado perdonado. Basta decirlo en la próxima confesión.
-Yo no me confieso, porque como voy a caer otra vez en lo mismo, ¿para qué me voy a confesar? Yo sé que no me voy a corregir. Siempre me estoy confesando de lo mismo.
Me acuerdo de un chiste. Iba un borracho dando tumbos por la calle, pasa por un charco, resbala y se cae sentado en el charco. Y allí se queda sentado en el charco, en remojo. Pasa un amigo y le dice:
- ¿Qué haces sentado en el charco?
- Pues que me he resbalado y me he caído.
- Pero muchacho, levántate.
- ¿Y si me resbalo otra vez?
Por si se resbala otra vez se queda en el charco, en remojo.
Pues te levantas, y si te resbalas otra vez, te vuelves a levantar. Pero no te vas a quedar en el charco por si acaso resbalas otra vez. Lo mismo digo de la confesión. Ya sabemos que a veces no somos capaces de corregirnos de una cosa para toda la vida. Basta tener buena voluntad, tratar de remediarlo, procurar superarme, y si vuelvo a resbalar, me vuelvo a levantar. Nadie está seguro de que nunca más volverá a pecar.
-Bueno, padre, es que a mí la confesión me cuesta mucho trabajo. A mí me da vergüenza confesarme.
Bueno, ya sabemos que en la confesión no se va a contar hazañas, se va a contar miserias, y eso nunca es agradable. Pero hay que superar esa dificultad, porque el beneficio de la confesión merece la pena.
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Quiero insistir en una cosa que es muy importante: no hay secreto en el mundo como el secreto de la confesión. No hay. Los secretos de las grandes potencias, antes o después, caen en manos del espionaje enemigo. Jamás un sacerdote puede decir un pecado de un penitente oído en confesión, aunque le cueste la vida. Sería un pecado tan grande que sólo lo puede perdonar el Papa.
Voy a contar tres casos.
Pero fijaos lo que he dicho: oído en confesión. Porque si voy por la calle y veo que uno le pega una puñalada a otro, y yo digo. «Ése es el asesino. Lo he visto yo». Lo puedo decir, aunque sea sacerdote. Si oigo un pecado en confesión y lo digo sin decir quién es, no falto al secreto. Yo he confesado centenares de miles de veces por toda España. Yo puedo decir: «Una vez oí en confesión...» ¿Dónde? ¿Cuándo? Y otro caso es que tenga permiso del penitente.
Os voy a contar una cosa que es muy bonita. No era pecado, podía decirlo, pero yo de la confesión sólo digo si pasé frío o pasé calor. A veces paso mucho frío en invierno. Y a veces en verano enorme calor encajonado horas y horas. Para ser fiel al sigilo, lo que no puedo decir es el pecado de un pecador oído en confesión. Lo que no es pecado puedo decirlo. Esto podía decirlo, porque no es pecado; pero como no me gusta decir nada de lo que oigo en confesión, pedí permiso.
Estaba confesando a una niña de primera confesión, y no me acuerdo lo que le dije, que la niña me dijo una cosa preciosa y me gustó tanto que pensé sería bonito contarlo por ahí. Le dije a la niña si me daba permiso para contarlo. Me lo dio y lo puedo contar. Mirad qué cosa tan bonita. Esta niña iba en un autobús urbano y un hombre soltó una blasfemia. La niña, de primera comunión, le dice:
-Oiga hombre, no blasfeme usted
El hombre se vuelve y le dice:
-Niña cállate. A ti qué te importa.
Y le contesta la niña:
-No me va a importar, ¡si Dios es mi Padre!
El hombre se puso colorado, y cuando paró el autobús se bajó en la primera parada. No pudo soportar el bochorno de que le hubiera llamado la atención aquella criatura. No me digáis que esto no es bonito. Esto lo oí confesando, y era tan bonito que me gusta contarlo por ahí. Por eso pedí permiso a la niña.
Pero a no ser con permiso del penitente, los pecados oídos en confesión, ¡aunque me maten! no los puedo decir. A San Juan Nepomuceno, patrono de los confesores, lo representan con un candado en la boca. Murió por guardar el secreto de la confesión. Era confesor de la reina de Bohemia. El rey Wenceslao tenía celos de la reina, y quería que el confesor le contara los pecados de la reina. El confesor se niega. El rey Wenceslao lo martiriza. Y San Juan Nepomuceno muere mártir del secreto de la confesión por no revelar los pecados de la reina.
Yo hablé con el Padre Einaldi, misionero de la China comunista de Mao. Él no pudo hablar porque se cortó la lengua por guardar el secreto de la confesión. Yo, sinceramente, opino que no tenía por qué haber hecho eso; porque Dios nos da a todos fuerzas para cumplir nuestra obligación. Dios nunca pide nada superior a nuestras fuerzas. Nos da la fuerza que necesitamos para cumplir con nuestra obligación. Pero él no lo pensó, o fue inspiración de Dios. El hecho es que lo estaban martirizando en la China comunista de Mao Tse Tung. El temió revelar algo de confesión, tiró de la lengua, cogió una cuchilla de afeitar, ¡zas! Y no tiene lengua, tiene un muñón.
Yo he hablado con él. Él no podía hablar. Y ha escrito un libro titulado «Yo me corté la lengua», donde cuenta la historia. Nos conocimos en Córdoba. Yo le firmé mi libro y él me firmó el suyo. Nos intercambiamos los libros.
Otro caso, que no sé si visteis en televisión. Una de las películas más bonitas que yo recuerdo. Se llama «Yo confieso». El protagonista es Montgomery Clift. Es de las poquísimas veces que yo he visto un sacerdote en las películas como Dios manda. Porque cada vez que me sacan un cura en una película es un auténtico mamarracho. Lo hacen a propósito para reírse de los curas, para desprestigiar a la Iglesia. Sacan cada cura que uno dice:
-¡Esto no es un cura! Un cura no habla así. Un cura no reacciona así. Un cura no procede así. Casi siempre que sacan curas en una película son mamarrachos. Poquísimas veces sacan en las películas un cura o una monja como Dios manda. Van a reírse, a desprestigiar a la Iglesia y a atacar a la religión.
Pero en este caso, Montgomery Clift representa un cura normal, como debía de ser. Él hace de párroco. El sacristán comete un crimen, se confiesa con el párroco, y entonces el párroco queda atado, sometido al sigilo. Después el sacristán esconde el arma en la sacristía. Mancha las ropas del sacerdote de sangre. Viene la policía y, claro, todo acusa al párroco. El párroco dice:
-Soy inocente.
-¿Y esta ropa manchada de sangre?
El párroco sabía quién era el asesino, pero no podía decirlo.
-Yo soy inocente.
Después, no me acuerdo por qué, está el asesino rodeado de la policía, y aparece el párroco. En ese momento el asesino que se ve acorralado por la policía y al párroco con la policía, piensa que el párroco le ha denunciado. Y entonces dice el asesino:
-Ah, ¿ya le has dicho a la policía que yo soy el asesino? ¿No? ¡Y después habláis del secreto de la confesión! ¡Qué cuento de secreto de la confesión! ¡Menuda comedia tenéis montada! ¡Tiempo te ha faltado para decirle a la policía que yo soy el asesino!
Y el asesino públicamente se confiesa asesino.
La policía, que no sabía nada porque el párroco no había dicho nada, se entera por el asesino que el párroco es inocente. Película muy bien hecha y muy bien representada.
Bien, pues este hombre esta dispuesto a ser condenado. Lo único que dice: «Yo soy inocente». Y sabía quién era el asesino. Esto es una película, pero hay un caso histórico. Hay un libro que se llama «Una víctima del secreto de la confesión», que es muy similar. En Francia, un sacristán comete un asesinato, se confiesa con el párroco, condenan al párroco, lo mandan a África a un campo de trabajos forzados, y el asesino queda libre. El asesino no puede vivir de remordimiento y un día va a la policía y se confiesa él culpable. Mandan el aviso al campo de trabajos forzados de que liberen al sacerdote inocente. Y cuando llega el aviso, el sacerdote ha muerto ya. ¡Ha muerto víctima del secreto de la confesión! Él sabe quién es el asesino, y está cumpliendo una condena siendo inocente, por guardar el secreto de la confesión. Muere víctima del secreto de la confesión. Hay casos muy bonitos de sacerdotes que han muerto por guardar el secreto de la confesión.
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Todo esto, del gran beneficio de la confesión y de lo fácil que es confesarse. ¿Y si a la hora de la muerte no tengo al lado un sacerdote que me perdone? Para eso está el acto de contrición.
Tengo dos anécdotas muy bonitas que no quisiera dejar en el tintero. Hace unos años daba yo conferencias en Madrid en el Ministerio de Marina. Estaban el ministro, un montón de almirantes, todo el personal del Ministerio, y yo les hablo de esto. Al final se me acerca un almirante y me dice:
-Padre, cuando yo era oficial en el «Juan Sebastián de Elcano», y el comandante del barco era el Almirante Moreno, entonces Capitán de Fragata, que después fue Ministro de Marina, en alta mar se nos echó a morir un marinero. El marinero empezó a dar voces pidiendo un sacerdote. No había ningún cura a bordo, porque en tiempo de la República no había capellanes en los barcos de la Armada.
-Pues que venga el comandante que quiero confesarme con él.
Llega el comandante y le dice:
-Mira, muchacho, yo no soy sacerdote, yo no puedo confesarte; pero mira, vamos a hacer juntos un acto de contrición, que Dios te perdona seguro, aunque no haya sacerdote.
Hacen el acto de contrición, el marinero se muere y se salva; porque ha hecho un acto de contrición.
Otro caso. Una chica, una adolescente, una colegiala.
Ocurrió en Loyola, donde los jesuitas tenemos la Casa donde nació San Ignacio, entre Azpeitia y Azcoitia. Por allí pasa el río Urola. Al lado del Urola, el ferrocarril del Urola y la carretera. Uno de esos temporales que vienen de vez en cuando. Unas lluvias tremendas. Se desborda el Urola. lnvade la carretera, y un autobús que iba por la carretera se ve entorpecido por el agua. Se para. Se moja el motor y no puede andar. El agua va subiendo.
El autobús empieza a perder la estabilidad.
Total, que la corriente va a arrollar al autobús y se van a ahogar todos. Y una colegiala de quinto curso se pone en pie en el pasillo del autobús y dice a todos:
-Como nos vamos a morir, lo que tenemos que hacer es un acto de contrición.
Aquella chiquilla inicia un acto de contrición. Todo el autobús hace un acto de contrición. A los pocos minutos la corriente arrolla al autobús y se ahogan todos menos dos muchachos que se tiran por una ventanilla. Son los que han contado lo que pasó.
Pues hace quince días estaba yo dando conferencias en Madrid a los padres de familia del colegio que los jesuitas tenemos en Chamartín. Cuento yo esto, y al terminar viene una señora que se llama Mª. Jesús Ruiz de Ojeda, y me dice:
-Padre, esa chica era amiga mía. Era de mi clase. Se llamaba Chon Ázcue de Pablo.
Una muchacha que sabe que cuando no hay sacerdote hay que hacer un acto de contrición. ¡Perfecto!
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En qué consiste la esencia del acto de contrición. Para que sea acto de contrición es fundamental que yo pida perdón a Dios por amor. ¡No basta el temor! Temor al infierno tiene todo el mundo. Nadie es tan tonto que quiera irse al infierno. Todos tenemos miedo al infierno. Eso lo tiene cualquiera. Pero el temor al infierno es egoísta. Yo me arrepiento porque no quiero condenarme.
Lo perfecto es que yo me arrepienta por amor de Dios. «Me pesa de haberte ofendido porque eres mi Padre. Me he portado mal contigo y tú no te mereces eso». Esto es lo perfecto. Ésa es la contrición.
Si yo me arrepiento por contrición, Dios me perdona aunque no haya sacerdote. Ya me confesaré después cuando pueda. Pero si me muero en el trance, Dios me perdona. ¡Si me arrepiento por contrición! Si me arrepiento sólo por atrición, no. Porque eso es imperfecto. Es verdad que yo puedo tener las dos cosas. Yo puedo tener atrición, miedo al infierno: y además, que el motivo de mi perdón sea el amor. Eso es lo que hay que hacer. Pedir perdón por amor.
Y esta expresión de pedir perdón por amor, la puedo decir con cualquier fórmula. «Señor, te quiero con toda mi alma». «Me pesa haberte ofendido porque eres mi Padre». Perdóname Dios mío». Como te salga.
Una de las fórmulas es el «Señor mío Jesucristo», que es la fórmula del catecismo. Yo en mi libro «Para salvarte» he copiado una poesía, que para mí es la más bonita en lengua castellana. Primero, porque es un soneto. Es una estructura perfecta. Pero además, por el contenido. Es un acto de contrición. Es la poesía más bonita que hay en la lengua castellana.
«No me mueve, mi Dios, para quererte,
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido,
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu Amor y en tal manera
que aunque no hubiera cielo yo te amara
y aunque no hubiera infierno te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
porque aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera».
Esto es precioso. Acto de contrición. Yo amo a Dios. Claro que temo el infierno. Claro que espero el cielo. Pero sobre todo el Amor de Dios. Esto es el acto de contrición.
***
Problemas. Primero, que mucha gente no sabe el «Señor mío Jesucristo». Las mujeres, como se confiesan por la rejilla y no se les ve la cara, yo no sé qué es lo que dicen al darles la absolución. Pero los hombres, que vienen por delante, se ve que no lo saben. Montones de hombres que vienen a confesarse, al decirles: mientras le doy la absolución, rece el «Señor mío Jesucristo», empiezan:
-Señor mío Jesucristo, bla, bla, bla, ...Amén.
Montones de veces veo que no lo saben.
Otros se atrancan y empiezan:
-Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Creador ,... Creador, ... Creador,...Y dan marcha atrás. Y empiezan de nuevo. Y toman impulso, saltan el obstáculo, y siguen con el Credo:
-Creador del Cielo y de la Tierra.
¡Una catástrofe! No saben el «Señor mío Jesucristo». Montones, que no lo saben. Por eso yo enseño un acto de contrición en tres palabras. Fácil de aprender y rápido de decir. Porque hay veces que no hay tiempo.
Por ejemplo: daba yo conferencias en Madrid en un cuartel de paracaidistas. Al final, en el coloquio, se me acerca un muchacho y me dice:
-Padre, si llego a saber esto el día que no se me abrió el paracaídas...
Los demás decían:
-Padre, el miedo que pasó éste. Estaba blanco como la pared. De miedo se lo hizo encima.
Los paracaidistas llevan dos paracaídas: uno de pecho, de apertura manual, para casos de emergencia; y otro de espalda de apertura automática. Tiene una cinta con un gancho, un mosquetón, que se engancha en un cable que va por el fuselaje, por el cuerpo del avión. Cuando llega el momento de saltar -ellos no dicen «tirarse» en paracaídas, eso lo decimos los profanos; los profesionales dicen saltar-, se lanzan al aire, el mosquetón tira de la cinta, abre el paracaídas automáticamente y el paracaidista cae. Ese muchacho tenía el mosquetón roto, o estaba mal enganchado, el caso es que estaba suelto y él no lo sabía. Llega el momento de saltar. Sale uno, sale otro, le toca a él y se lanza al aire. Pero como estaba suelto, caía como una piedra. Cuando el hombre mira para arriba y ve a sus compañeros bajando tranquilos; mira para abajo, y ve la tierra que se le viene encima, acude al paracaídas de pecho, que para eso está.
Pero con el nerviosismo tiraba mal. Y cada tirón que fallaba, caía como una piedra. Total, que quiso Dios que cuando faltaban pocos metros para el suelo, tira bien, se abre el paracaídas y cae de pie. ¡Blanco, blanquísimo! Sin detergente. ¡De miedo! Total, que me decía el chico:
-Si aquel día empiezo yo el «Señor mío Jesucristo», antes de terminarlo estoy en el suelo. Y si me atranco, usted me dirá.
Por eso este acto de contrición en tres palabras es fenomenal: «Dios mío, perdóname». ¿Por qué «Dios mío, perdóname» es un acto de contrición? Porque acabo de decir que el acto de contrición es pedir perdón por amor. Y, ¿por qué pido perdón por amor al decir «Dios mío, perdóname»? ¿Dónde está el amor? En el «mío». El «mío» es amoroso. El posesivo «mío» es amoroso. Cuando una madre le dice a su niño:«vida mía», «tesoro mío», «cielo mío», decimos, «¡cómo lo quiere! ¿Por qué? Porque dice «cielo mío».
Si una madre dice a su niño: «cielo de Constantinopla». Eso no es amor. Será geografía o meteorología, pero amor no. ¿Y por qué «cielo de Constantinopla» no es amor y «cielo mío» sí es amor? Porque el posesivo «mío» es amoroso. Cada vez que digo «Dios mío» es un acto de amor. Porque el «mío» es amoroso. Decir «Dios mío, perdóname», es pedir perdón porque lo amo. Acto de contrición.
***
Por eso esto es fenomenal para momentos de peligro, y también cuando vamos a confesarnos. Si nos sale el «Señor mío Jesucristo», muy bien. Pero si no nos sale, decir «Dios mío, perdóname». Ya hace muchos años que cuando viene un hombre a confesarse, prescindo de si se sabe el «Señor mío Jesucristo», le digo:
-Mientras le bendigo y le perdono diga usted con toda el alma: «Dios mío, perdóname».
¡Y le echan un corazón!
Yo pienso:
- ¡Esto sí que vale!
Y no como mucha gente que reza el acto de contrición como una cinta magnetofónica. La cinta no se entera de lo que dice. Habla, y no se entera de lo que dice. Muchos rezan como una cinta magnetofónica. No se enteran de lo que dicen. Lo importante es que pongas corazón en lo que dices.
***
Estás pensando:
-¡Ah, ya sé! El día que yo me vaya a morir digo esto y ya está.
Si te mueres la semana que viene, Dios no lo quiera, ya te acordarás. Digo «Dios no lo quiera» porque una vez estaba yo dando unas conferencias en Murcia, en la Academia General del Aire, a los Caballeros Cadetes de Aviación, y antes de irme yo de San Javier, un muchacho que me había oído esto, se estrelló en una moto contra un coche y se dejó los sesos en el coche. Y los compañeros me decían:
-Padre, éste le había oído lo de «Dios mío, perdóname».
Y yo les decía:
-Pues mira, si lo ha dicho se ha salvado. Porque un «Señor mío Jesucristo» seguro que no ha tenido tiempo; pero el «Dios mío, perdóname», sí. Se dice en un segundo. Si lo ha dicho se ha salvado. Me lo había oído aquella misma semana.
Pero si te mueres dentro de cincuenta años, ¿cómo te vas a acordar? Por mucho que te guste, ¿te vas a acordar dentro de cincuenta años? Sí, si me haces caso. ¿Qué tienes que hacer? Decirlo todas las noches. ¡Todas las noches! Primero, tus tres Avemarías, que son prenda de salvación eterna. Segundo, un breve examen de conciencia: «¿Cómo me he portado? ¿He hecho alguna tontería?» Y después, tres veces «Dios mío, perdóname».
Si lo haces todos los días, te acordarás la semana que viene, y el mes que viene, y el año que viene, y dentro de cincuenta años. ¡Si lo haces todos los días! Pero por mucho que te guste, si no lo vuelves a repetir, dentro de cincuenta años, ¿te vas a acordar? Si quieres acordarte, todos los días antes de acostarte. Porque además tiene la ventaja de que si te mueres esta noche, te salvas. Ya te confesarás después, cuando te toque; pero si dices al acostarte «Dios mío, perdóname» te salvas. Porque puedes morirte por la noche.
-Padre, ¡qué tremendista!
No, son cosas que pasan. Estaba yo en Barcelona para una conferencia, en el Círculo Ecuestre: Diagonal esquina a Balmes. Me llevan en coche. Leo en una esquina: «Calle Capitán Arenas». Pregunté si era allí donde se había hundido una casa alta. Y me dijeron que sí. A las tres de la madrugada hay una explosión de gas, la casa se hunde y todos muertos. Todos los vecinos muertos por una explosión de gas a las tres de la madrugada. ¡Hombre!, esto no pasa todos los días, pero lo mismo que pasó en la calle Capitán Arenas de Barcelona, puede pasar en cualquier sitio. Por la noche una explosión de gas, se hunde la casa y mueren todos. Pues los que hicieron el acto de contrición antes de dormirse se han salvado. Esto es muy práctico. Además, no sólo para vosotros sino para ayudar a bien morir a otras personas.
Hoy tenemos el peligro de que dejamos morir a las personas como perros. La televisión ha paganizado la muerte porque estamos hartos de ver muertos en las películas. ¡Cuántos muertos habremos visto en las películas de indios, policíacas, reportajes de guerras. ¡Cuántos muertos habremos visto en las películas! ¿Recordáis alguna vez que alguien se preocupe de que tienen alma? Lo más que se acuerdan es del médico y de la ambulancia; pero del sacerdote y de ayudar a bien morir nadie se acuerda. Y en la vida real repetimos lo que vemos en las películas, y dejamos morir a las personas como perros. Si veo morir un perro no tengo que preocuparme de su alma. Pero si es una persona humana no basta acordarte del médico y de la ambulancia, y no de sacerdote.
Estaba yo dando conferencias en Gijón, hablaba en ENSIDESA, la siderúrgica de Avilés, a 20.000 obreros que hay allí. El domingo fui a comer a Somió, a la Universidad Laboral que tenemos allí los jesuitas. Al volver, venía a las cuatro de la tarde en autobús, y un muchacho en una moto, tomó una curva muy fuerte, chocó contra un coche y cayó. Me bajo del autobús, salgo corriendo hacia el muchacho -yo iba de sotana- y vieron que un cura iba corriendo hacia ellos. Si hubiera ido de paisano no me hubieran reconocido, pero con la sotana se me veía venir, ¿no? Pues salí corriendo, y ya los del coche se llevaban al muchacho. Tuve que dar un grito.
Los otros pararon, dejaron al chico, me eché al suelo y le dije al oído: «Dios mío, perdóname. Dios mío, perdóname» y ya está. Nada, un minuto. Le doy la absolución «sub conditione», y ya está. Pero a esto voy: ven venir un cura, y a nadie se le ocurre que el cura tiene algo que hacer. Se lo llevan a la Casa de Socorro. ¡Primero el cura, hombre! ¡Primero el cura!, que es lo más importante. Después el médico hará lo que pueda. Que a lo peor no puede hacer nada, pero el cura sí. Tenemos que preocuparnos de la gente que muere y ayudarla a bien morir. Aunque parezcan muertos, que el oído es lo último que se pierde. Parece muerto y oye. Yo llevo en mi coche los óleos. Habré dado los óleos, quince o veinte veces. ¡Hay tantos accidentes! Yo que soy sacerdote, y puedo dar la absolución y puedo dar la extremaunción, primero digo al oído: «Dios mío, perdóname». Porque si lo oye y pide perdón, esto vale más que todas las bendiciones que yo le dé. Porque por muchas bendiciones que reciba, si él no pide perdón, no sirven de nada. Y para ayudar a pedir perdón no hace falta ser sacerdote, lo hace cualquiera.
Ahora voy a contar casos.
Hablaba yo en un cine de Belmonte, por Cuenca. Le hablaba de esto a la juventud. Después, a los cinco años, iba yo de Madrid a Alicante, y me paré a comer en Las Pedroñeras que está cerca de Belmonte. Entro en un sitio y había un grupo de chicos y chicas en la barra. Yo no me fijé, saludé, me senté en una mesa, y una chica del grupo se me acerca a mi mesa y me pregunta si había estado en Belmonte. Le dije que sí. Y me contó que se acordaba de lo del «Dios mío, perdóname».
-¡Qué alegría! ¿Te acuerdas todavía, después de cinco años?
-Padre, como usted nos dijo que se lo dijéramos a los moribundos al oído, porque el oído es lo último que se pierde, una vez vi un accidente y había dos hombres en la carretera que parecían muertos. Y aunque me temblaban las piernas de nerviosismo, me puse de rodillas en el suelo y le dije al oído a cada uno: «Dios mío, perdóname; Dios mío, perdóname; Dios mío, perdóname».
-Pues mira chica -le dije- , si han oído y lo han aceptado, se han salvado gracias a ti. Y nadie en la vida les ha dado nada que valga más que lo que tú les has dado. Ayudarles a que salven su alma. Nadie le ha dado algo que valga más. Si lo han oído y lo han aceptado, gracias a ti, se han salvado.
Esto lo puede hacer cualquiera. Un pariente, o un vecino, o un amigo, o un desconocido en la carretera. ¡Ayudarle a bien morir! ¡Que son personas! ¡No son perros! Si nos encontramos un perro en la carretera no tenemos que parar para asistirle. Pero a una persona sí. Que tiene alma. El perro no tiene alma. La persona tiene alma, y no podemos dejarnos llevar de este paganismo de la sociedad moderna, que deja morir a las personas como perros.
Que tenemos alma. Y el oído es lo último que se pierde. Daba yo conferencias en Guadalupe (Extremadura). Hablaba a la juventud en un cine. Pero todas las mañanas me mandaban un «jeep» y me subían a un picacho donde había un destacamento de militares. Yo les hablaba a los soldados y les hablaba de esto. Y al final me dice un muchacho, que me acuerdo hasta de su nombre, porque se llamaba como el campeón de tenis, Santana. Un muchacho canario. Y me dice:
-Padre, eso me pasó a mí. Tuve un accidente de moto. Me quedé como muerto en la carretera. Me ven en el suelo, me cachean, me sacan la documentación, Y yo oigo que dicen: «Está muerto. Está muerto. Hay que avisar a su padre. Está muerto».
-Y yo no estaba muerto. Yo lo oía todo. Pero yo no podía mover un dedo. Yo no podía hablar. Pero me enteraba de todo.
Aunque parezcan muertos, decirles al oído: «Dios mío, perdóname». Que el oído es lo último que se pierde, y si lo oyen y lo aceptan, se salvan. Y nadie en la vida les ha dado nada que valga más que el que le ayuda a que pida perdón para que salve su alma. Ojalá ayudes a bien morir a muchas personas. El día que te encuentres con ellos en el cielo, verás cómo te lo agradecen. Y sentirás la felicidad de haber colaborado a la salvación de otros.
N.B.: Esta conferencia está disponible en DISCO COMPACTO (CD) y en vídeo.
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